sábado, 11 de febrero de 2012

Romeo se asusta

La primera vez que vi a Romeo asustarse fue cuando llamaron al telefonillo. El ruido estridente del aparato le asustó. O quizás el saber que alguien ajeno a la comunidad que formamos él y yo pudiera venir, le asustó. Pienso que ya había oído el telefonillo en otras ocasiones, bien desde la cuna, o cuando le daba de mamar en el salón... y sabía de sobra su significado: la llegada de alguien. Pegó un grito desde sus cuatro patas y se revolvió. Le tuve que coger para que se calmara. Ahora además Romeo se asusta cuando yo pongo cara de fastidio porque se me ha caído algo, roto algo... etc. Por más que me coma mi exclamación, mi “¡mierda!”, él me lo nota y se asusta. Se asusta incluso más así que cuando se cae o cuando se da un golpe con algo (el secador de pelo y la aspiradora, así como los juguetes ruidosos, son pequeños ogros también para él). Mi expresión preocupada le aflige y entonces yo me siento responsable de la creación de todas mis emociones y entre ellas está el no sentir angustia cuando veo a mi hijo asustado, o lo que es parecido no asustarle con una emoción mía. Qué lío. El caso es que el telefonillo ya no le asusta, le pone nervioso o contento a veces, porque piensa que es alguien que ha venido a verle: los abuelos, la tía... Sin embargo mi cara de “¡vaya!” le sigue asustando. Es como si al verme se le contagiara, o se viera él así, como si fuera un espejo, y entonces yo le veo y me asusto también de verle asustado... Es la pescadilla que se muerde la cola, el cordón umbilical que nos sigue uniendo, es magia.

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